"... yo me había alejado un montón más de la orilla, casi que me encontraba donde ya las olas no se formaban y a mi mente habían regresado las enseñanzas de mi padre sobre no desesperar en el mar. Pero también vino a mi lo último que estaba aprendiendo en mis clases de yoga, sobre cómo respirar para mantener la calma y transitar momentos difíciles."
Andrea Carrera Nohle
Una vez más el yoga ha salvado mi vida. Esta vez después de convertirme en madre, a pocos meses de haberme mudado a un nuevo país a vivir con mi pareja, viviendo un cambio rotundo de vida… El yoga volvió a sacarme a flote. La primera vez sucedió hace 8 años, justo después de graduarme de la Universidad, en un viaje que hice a la playa junto a mi hermano y mi cuñada. Preparándonos para regresar a casa, decidimos con mi hermano ir a darnos un último chapuzón al mar. Toda la vida habíamos nadado muy bien, desde muy pequeños nuestro padre nos enseñó a nadar y a no entrar en desesperación si algo nos pasaba. En esa ocasión estábamos parados conversando con mi hermano, simplemente sintiendo el golpe de las olas en nuestro cuerpo, y de repente nos dimos cuenta de que nos habíamos alejado significativamente de la orilla y casi no podíamos ver la línea donde la gente se sienta frente al mar. Entonces decidimos empezar a nadar de regreso, pero a pesar de los intentos no podíamos. Por más que nos esforzábamos en nadar, el mar no nos permitía avanzar. Veíamos como se formaban remolinos a nuestro alrededor y las olas nos sobrepasaban hundiéndonos y volviendo cada vez más cansado y difícil salir. Noté que me había alejado de mi hermano y yo le gritaba para que se acercara y estuviéramos juntos y él me decía que no podía pero que siga “braceando” que por favor no me canse de “bracear”. Luego de ese intercambio de palabras solo alcanzaba a ver lo poco que las olas dejaban ver su cabeza y sus intentos por salir del mar para pedir ayuda y que alguien vaya por mí. Mientras tanto yo me había alejado un montón más de la orilla, casi que me encontraba donde ya las olas no se formaban y a mi mente habían regresado las enseñanzas de mi padre sobre no desesperar en el mar. Pero también vino a mi lo último que estaba aprendiendo en mis clases de yoga, sobre cómo respirar para mantener la calma y transitar momentos difíciles. Entonces sentía que todo estaba “bajo control”, sabía que a esas alturas ya se tenían que haber dado cuenta que yo seguía metida en el mar y esperaba que mi hermano haya podido salir y que hubiera enviado a alguien a ayudarme. Como se podrán imaginar fueron los treinta minutos más largos del mundo. Nadé como perrito y sobre mi espalda cuando me cansaba y mientras respiraba conscientemente para no desesperarme por la espera, oraba para que Dios y mi madre me dieran fortaleza para aguantar un poco más. Sólo pensaba en poder salir, ver que mi hermano estuviera bien y poder llegar a mi primera entrevista de trabajo el lunes por la mañana. Al rato la ayuda llegó. Un surfista entró y con su tabla logramos salir. Vi que mi hermano también había logrado salir, aunque estaba un poco aturdido porque había tomado mucha agua intentando salir antes que yo, pero en general se encontraba bien y yo también. Estaba serena y aliviada por vernos otra vez. Y esa sensación se la debí al yoga… y al consejo de mi papá (obvio). La segunda vez que el yoga me salvó, fue hace unos pocos meses que decidí enrolarme a un profesorado de yoga. Sin estar segura de si lo iba a lograr terminar, lo pagué y me comprometí a cumplirme ese deseo que surgió hace años pero que hasta ahora vi necesario hacerlo realidad. Ya era casi un año de que me convertí en madre y a pesar de que sabía lo bendecida que era la vida que estaba viviendo, en muchos momentos me costaba reconocer y recordar que así era. En los últimos meses me había volcado a intentar ser una buena mamá para mi bebé y luchado con uñas y dientes por ser una buena compañera de vida y mantener mi hogar en pie. Viviendo en un bosque tropical soñado, me sentía en una jaula verde que me absorbía cada día más, cada vez más. Por lo que decidí que era hora de hacer algo por mí y no a través de una pantalla. El profesorado involucraba ausentarme algunos fines de semana y parar mi lactancia por el tiempo que duraban las clases. Al comienzo lo veía como una misión titánica de cumplir. No por falta de apoyo, porque afortunadamente lo tuve y mucho, sino porque no creía que fuera a aguantar distanciarme de mi bebé o que él pueda estar sin necesitarme por tantas horas. Pero la vida me sorprendió estando a mi favor y siempre todo salió muy bien. Yo me volví a sentir dueña de mí, capaz, motivada, inspirada, fuerte y feliz, y mi hijo compartió de hermosa manera junto a sus otros familiares. Esta vez el yoga me terminó de enseñar lo hermoso que era y lo bueno que tenía para traer de la oscuridad a cualquiera que la esté pasando mal, solo respirando, fluyendo y estando presente en nuestra piel. Es por lo que hoy, cuando dicto mis clases de yoga, hago mucho énfasis en que cada asana o secuencia siempre vaya acompañada de inhalaciones y exhalaciones profundas. Que podamos sentir lo que es el movimiento consciente creo que es lo que principalmente diferencia al yoga de otras disciplinas o prácticas. El yoga nos da un espacio para movernos conectados con nuestra esencia, nuestra respiración. Y esto siempre, siempre, siempre nos trae de regreso a la vida.
Sigue a Andrea en su IG @ancarreranohle
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